Tomates y Titadyn

La ventaja de ser viejo es que muchas cosas ya no te pillan de nuevas. Algunos lectores, especialmente los más jóvenes, pueden pensar que una alianza de estrategias entre varios abogados de la acusación y de la defensa, como en el caso del 11-M, para aprovechar las lagunas de una investigación y los inevitables fallos de los investigadores y así colocar como cierta una teoría fantástica para la que no existe ninguna prueba es una idea innovadora. Pero no, la conocida como teoría de la conspiración del 11-M -que defienden los medios afines al PP- no es nueva, al menos en su estructura. No hace más que repetir las pautas que se siguieron en un proceso que también se celebró en dependencias de la Audiencia Nacional en la Casa de Campo, de Madrid, pero hace ya 20 años: el caso del síndrome tóxico o de la colza.

En 1981, cuando todavía gobernaba la UCD, surgió una epidemia desconocida que causó la muerte a unas 600 personas y afectó a otras 25.000. El ministro de Sanidad de turno, Jesús Sancho Rof, atribuyó la causa a un "bichito" que "si se caía se mataba". Sin embargo, la causa de la enfermedad, que al poco tiempo era conocida como síndrome tóxico, no era un bichito, sino, como se demostró después, la codicia humana. Aceiteros sin escrúpulos habían desviado al consumo humano aceite de colza desnaturalizado con anilinas para uso industrial.

El juicio contra 38 aceiteros se inició seis años después, el 30 de marzo de 1987, hace ahora 20 años. Y entonces, como ahora, una asociación de afectados y varios abogados de las defensas se conjuraron para enmarañar el proceso y tratar de sacarle el mayor beneficio posible. Cinco abogados, apoyados en los dictámenes de un perito de parte, Antonio Muro, sostuvieron que el origen de la enfermedad eran tomates cultivados en Almería que habían sido tratados con pesticidas de la multinacional alemana Bayer. Pero como no había el más mínimo indicio, según fue avanzando el proceso judicial, la tesis fue evolucionando. Los causantes seguían siendo los tomates, pero el envenenamiento masivo ya no era accidental, sino intencionado, con la finalidad de encubrir un accidente de guerra química, supuestamente ocurrido a finales de 1980 en la base militar que el Ejército de Estados Unidos tenía en Torrejón de Ardoz.

La citada tesis sostenía que los americanos estaban haciendo experimentos con armas químicas que luego serían utilizadas en la guerra Irán-Irak. Un abogado listo, al que luego se sumaron varios más, había descubierto que en esa guerra habían aparecido supuestas etiquetas de armas químicas fabricadas en España y recordó que significativamente el primer fallecido había sido un niño de Torrejón de Ardoz, por lo que la base militar estaba en el origen del envenenamiento. La tesis era perfecta puesto que, además de exculpar a los aceiteros, ofrecía a las víctimas un culpable con dinero para pagar las elevadas indemnizaciones, y a la opinión pública un responsable que se veía en aquel momento -gobernaba el PSOE- más como un colonizador que como un aliado.

La historia se repite y lo que antaño fueron tomates, hoy es Titadyn, el explosivo usado por ETA. Y en el juicio del 11-M seguimos, punto por punto, la misma estrategia y las mismas pautas: alianzas entre abogados teóricamente incompatibles; supuestos expertos en explosivos que, peritos de parte como en la colza, sostienen teorías imaginativas, e incluso la teoría conspirativa mutante, esa que sitúa la autoría de los atentados primero en ETA; luego, en ETA pero ayudada por los islamistas; después en los islamistas, pero ayudados por ETA; y ahora, de momento, en una conjura de ciertos servicios policiales y de inteligencia que habrían usado a los islamistas -ETA seguro que algo hizo aunque no se sabe bien qué- para derribar al Gobierno de Aznar.

Y entre todas estas cortinas de humo están las pruebas. En la colza, los epidemiólogos pudieron concluir que la causa fue el aceite adulterado tras el estudio del envenenamiento en conventos de clausura, de los casos periféricos y los tardíos, y se llegaron a determinar las rutas de distribución del aceite y cómo sólo en un pequeño pueblo no hubo afectados porque el aceitero tenía un lío con la mujer del dueño del bar y éste le había amenazado si le veía por allí.

En el 11-M también se han aclarado bastante las cosas con las declaraciones del menor que acompañó a los islamistas a Mina Conchita a buscar los explosivos, dando detalles sobre cómo José Emilio Suárez Trashorras decía a El Chino, jefe operativo del comando, que no olvidase los clavos y tornillos, en clara referencia a una metralla que no se utiliza en explotaciones mineras ni en robos de joyerías. Y todo corroborado por la cajera del supermercado que atendió a los islamistas y la factura de las mochilas compradas, el análisis de la localización de los teléfonos de los miembros de la célula terrorista, etcétera.

Como digo, bastante claro, salvo que el último director de la policía del PP -Díaz de Mera, ése que rehusó colaborar con la justicia para esclarecer los 192 crímenes alegando problemas éticos- aporte ahora el informe fantasma, que ni él ha visto, y nos descubra que Caperucita Roja sobrevivió al Lobo Feroz y que con el apodo de Txanogorritxu (Caperucita Roja en euskera) de Tetuán es el eslabón perdido entre los etarras y los terroristas islámicos.

Lo dicho, nada nuevo.

www.elpais.es 02.04.07

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