

VIRGILIO
ZAPATERO
Filtros en la
política
Escándalos como
el ocurrido en la Asamblea de Madrid abochornan e indignan a la mayoría de los
ciudadanos, actores, de una u otra forma, de la construcción de nuestra
democracia. No menos indignante y preocupante es el efecto que pueden tener en
aquellos jóvenes que han participado por primera vez en una consulta electoral.
Sólo podremos limitar los daños ya producidos si, antes de las próximas
elecciones -que previsiblemente se producirán en plena conmemoración del
veinticinco aniversario de nuestra Constitución-, conocemos en detalle la
identidad de todos los corruptores y corruptos que han atentado contra el
sistema constitucional y han logrado invalidar todo un proceso electoral. Luz y
taquígrafos para poder recuperar la soberanía secuestrada.
Pero escándalos
graves como el mencionado replantean en la opinión pública el problema de la
representación. Si hay prácticas que repugnan a la opinión pública, son las
prácticas corruptas conectadas a fenómenos de transfuguismo en todas sus
variantes y que se producen de vez en cuando en nuestras instituciones. Cuando
esto ocurre, no faltan voces que, alentadas por la indignación general, sugieren
cambios profundos, incluso constitucionales, para erradicar tales
comportamientos. La expulsión de las Cámaras o la devolución del acta del
representante infiel suelen ser algunas de las soluciones que se nos ofrecen
alegando que, en realidad, los ciudadanos lo que votamos son unas siglas y no a
unas personas concretas. Al defender como solución que el escaño es propiedad
del partido y no del diputado infiel o traidor, en el fondo lo que se propone es
volver en cierto sentido al mandato imperativo; con la diferencia de que ahora
los mandatarios serían los partidos y no los electores. Pues bien, antes de dar
pasos en esa dirección, convendría pensárselo más de dos veces, porque tal vez
la solución haya que buscarla -y es evidente que hay que buscar soluciones- por
otros derroteros.
No es infrecuente
encontrarnos con personas que entienden la representación como una relación de
delegación, donde el delegado o compromisario no puede tomar decisiones de
acuerdo con su criterio y convicción, sino que han de hacerlo siguiendo pura y
simplemente las instrucciones de su principal. Para muchos, los parlamentarios
deben ser simples delegados, como ocurría antes de la Revolución Francesa. Pero
incluso antes de que Edmund Burke pronunciara su famoso Speech to the
electors of Bristol contra el mandato imperativo, los parlamentos no se
concebían como un congreso de compromisarios que negociaban siguiendo
instrucciones de sus mandatarios, sino como asambleas deliberantes de una
única nación, con un único interés que no podía ser otro sino el de la
búsqueda de lo que Burke denominaba la "razón general colectiva". En las
democracias representativas, el parlamentario, pues, representa a la nación
soberana y no a sus personales electores o a un partido. Por eso nuestra
Constitución, como ocurre en los sistemas representativos, ha prohibido el
mandato imperativo.
Junto a estas
razones normativas hay otras razones funcionales que explican por qué los
diputados ni son ni pueden ser simples delegados de los ciudadanos. En nuestras
sociedades modernas los ciudadanos carecemos de la información suficiente como
para dirigir con instrucciones a nuestros representantes. Los problemas de la
educación, de la sanidad, de la seguridad, de la defensa, de los impuestos...
son tan complejos que las soluciones concretas las dejamos en manos de nuestros
representantes, a quienes les suponemos más y mejor informados o, al menos, con
más posibilidades de buscar y obtener información relevante. Por eso se ha
entendido que el diputado tiene y debe tener un amplio margen de maniobra para
interpretar lo que en cada caso exige el interés general; por eso el diputado
más que un delegado es un agente. Lo que espera el ciudadano de su diputado no
es que éste siga todas y cada una de sus opiniones, sino que cuide de sus
intereses "como si fueran los suyos propios". Ya lo decía Hegel: la
representación se funda en la confianza... y se tiene confianza en una persona
cuando se la sabe dotada de la preparación y del ánimo necesario para manejar
los asuntos del representado conforme a su mejor saber y conciencia. Es esa
confianza la que fundamenta la relación entre representantes y representados.
El problema de
nuestras democracias es que no es fácil para los ciudadanos conocer a los
representantes que finalmente elegimos. Sólo en comunidades muy sencillas, como
los pequeños pueblos, el elector tiene un conocimiento aproximado de las
cualidades y condiciones de quienes aspiran a gobernarle. Pero en las grandes
ciudades o en las comunidades autónomas o en una nación..., ¿quién puede
realmente conocer a sus elegidos? En realidad, elegimos partidos. En tales
circunstancias, la lectura de los nombres que componen cualquier papeleta
electoral no ofrece garantía alguna de que a quienes votamos serán responsables
y gestionarán correctamente los asuntos públicos. Sencillamente, no los
conocemos. Y aquí es donde nos encontramos con uno de los problemas de nuestros
sistemas representativos; esto es, cómo elegir bien a nuestros diputados en un
sistema de partidos.
Dos son, decía
Hamilton, los fines de toda constitución política: en primer lugar, conseguir
como gobernantes a los hombres que posean mayor sabiduría para discernir y más
virtud para procurar el bien público; en segundo término, tomar las precauciones
más eficaces para mantener esa virtud mientras dure su misión. A lo largo de los
tiempos la atención se ha puesto en este segundo objetivo, preocupándonos más de
establecer controles a posteriori sobre nuestros gobernantes que de
imaginar los mejores mecanismos para su selección. Algo se ha hecho en punto a
la eliminación de algunas trabas históricas que excluían de la posibilidad de
acceder a los puestos de gobierno a ciertos sectores en función de la riqueza,
el sexo, nacimiento o religión. Pero nada o muy poco se ha avanzado en punto a
establecer las condiciones positivas que deberían reunir nuestros
representantes.
Y es aquí -a la
vista de la experiencia ya en exceso reiterada- donde se aprecia la insoslayable
necesidad de los partidos a la vez que su responsabilidad. Si los partidos, como
dice nuestra Constitución, concurren a la formación y manifestación de la
voluntad popular, lo hacen no sólo articulando programas de gobierno, sino
también ofreciendo los equipos que, desde los órganos de representación y
gobierno, ejecutarán dicho programa. Tan importante como el programa son las
condiciones, cualidades y estilo de quienes se ofrecen para administrarlo. Por
eso, una de las funciones capitales que desempeñan los partidos políticos,
además de elaborar los programas, es la de asegurar a unos ciudadanos que no
tienen tiempo ni posibilidades para conocer el currículo de los aspirantes, que
"sus" candidatos reúnen las condiciones que les hacen merecedores de la estima y
la confianza ciudadana. El nombre de un partido, el de su líder, el logo, las
siglas... son la imagen de marca que ampara lo que hay detrás de las mismas. Los
partidos políticos cumplen con el mandato constitucional al certificar la
honradez de "sus" candidatos; al ofrecer el aval de que quienes están bajo sus
siglas no sólo comparten un programa, sino que, a su juicio y tras el oportuno
escrutinio, son personas honorables y dignas de confianza para el ejercicio de
la función pública.
Especialmente
importante es el desempeño de esta función de seleccionar (bien) los candidatos
cuando se aplica un sistema de listas cerradas y bloqueadas. Tal vez otras
fórmulas pudieran mejorar, en teoría, nuestro sistema de representación; pero
ello comportaría, en unos casos, una profunda reforma electoral para la que dudo
que haya el necesario acuerdo, y en otros, una reforma constitucional que, por
otras razones, tal vez no sea ni urgente ni conveniente. Por ello, y en tanto no
se modifique el vigente sistema electoral, cuando se producen fenómenos de
corrupción (en activa o en pasiva) o deslealtades graves al programa en las
filas de un partido, una buena parte de la responsabilidad política es imputable
al partido que avaló la honorabilidad y seriedad de quienes, siguiendo su
consejo, elegimos como nuestros agentes. Las listas cerradas y bloqueadas
suponen un enorme poder en manos de los partidos para determinar el tipo de
representación que tenemos; pero también un grado máximo de responsabilidad de
los partidos cuando dicho poder se ejerce mal o negligentemente.
Escándalos como
el de la Asamblea de Madrid no sólo indignan a la mayoría de los ciudadanos y
alejan a los jóvenes de nuestras instituciones, sino que hacen saltar las
alarmas y alientan la imaginación de los legisladores con nuevas medidas
punitivas de corruptores y corruptos. Tómense este tipo de medidas si se creen
necesarias. Pero no son medidas ex post las que más necesitamos. Mejor
los controles a la entrada que a la salida. Lo que precisamos son medidas
preventivas; procedimientos y mecanismos que vigilen la entrada en la política;
buenos guardianes que criben y seleccionen a los aspirantes. Porque la calidad
de nuestra representación depende más del escrutinio que hayan realizado los
partidos al seleccionar a sus candidatos que de la capacidad -más bien limitada-
de los ciudadanos para calibrar la honorabilidad de sus representantes.
Cuenta
Aristóteles cómo en la Atenas del siglo IV antes de Cristo funcionaba una
institución denominada la dokimasía. Como los cargos de la Administración
eran elegidos mediante sorteo -salvo los diez estrategos, que lo eran por
votación-, había que proceder previamente al examen de su elegibilidad. Éstos
debían responder a cuestiones como su filiación, el demos del que
formaban parte, si participaban en algún culto y en qué santuarios, si tenían
tumbas y dónde estaban, si pagaban los impuestos o si habían cumplido el
servicio militar. No se trataba de calibrar la aptitud o ineptitud profesional
para el cargo, sino si el candidato reunía las cualificaciones cívicas y
morales. En tales procesos, según explicaba Lisias, el sometido a examen no
tenía que defenderse de unas acusaciones, sino que debía "dar razón de toda la
vida". Por supuesto que a la salida del cargo debía responder de sus actos; pero
antes se preocupaban por todos los medios de controlar la entrada.
No era mala
institución esta de la dokimasía, que poco o nada tiene que ver
desgraciadamente con el funcionamiento de los comités de listas electorales de
los partidos. Pero es evidente que aquella función de "filtro" de la que hablaba
Aristóteles corresponde hoy a todos y cada uno de los partidos políticos. Suya
es la función y suya es la responsabilidad. Y estoy convencido de que, si se lo
toman en serio y se hace con rigor la selección de los candidatos, no será
difícil encontrar entre tantos miles de ciudadanos a ese puñado de
representantes que, lejos de abochornarnos a todos, permitan celebrar el
veinticinco aniversario de la Constitución reconciliando a los jóvenes con la
política y recuperando la soberanía hoy secuestrada.
(*) Publicado en El País.08.07.03
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