Esperanza Aguirre , handicap 5
Cuando uno termina de comer, hay que dejar el tenedor y el
cuchillo en el plato en la posición de las agujas de un reloj marcando las tres
y cuarto. Quizá Esperanza Aguirre podría comprender un desfalco, una
recalificación fraudulenta o una estafa financiera como propio de la condición
humana, pero nunca perdonaría que un responsable de estos delitos, sentado a su
mesa, en lugar de dejar el cubierto como Dios manda, lo depositara sobre el
mantel pringado de salsa o de crema para que lo retire el camarero. Ignoro qué
pasaría si delante de ella, en un buen restaurante, el traidor Tamayo se tapara
la boca con la mano izquierda mientras se extrajera de entre las muelas una
miasma de carne con un palillo, al tiempo que le guiñara un ojo para cerrar un
pacto inmobiliario. En cambio, estoy seguro de que Esperanza Aguirre sonreiría
amablemente si una fámula filipina derramara el consomé en la nuca de uno de sus
invitados, que por eso es una señorita liberal y de buen corazón. Compárenla con
las hermanas Ana y Loyola de Palacio, cuya forma displicente de mirar de arriba
abajo a un adversario político, con la nariz alzada, recuerda a esas
aristócratas antiguas que tratan con sumo desprecio a las criadas y las riñen
siempre delante de las visitas.
El buen corazón de Esperanza nada tiene que ver con la
caridad de las damas del ropero parroquial. No imagino a esta mujer dispuesta a
trabajar por el bien común volcando todo el caudal de su bondad en una ONG que
se dedica a la confección de patucos de lana para los pobres de África. Su
vocación política la ha obligado a involucrar los buenos sentimientos con la
ideología liberal, cosa que le permite llegar mejor al alma de los demás
ordenando un Plan General sobre los secarrales del extrarradio de Madrid, de
forma que allí los tiburones y los cocodrilos naden juntos en seco creando a sus
anchas una riqueza urbanística al alcance del prójimo más humilde, siempre que
tenga dinero para pagarla.
Esperanza Aguirre estudió en el Instituto Británico y en el
colegio de la Asunción; su educación recibió conjuntamente ambas descargas, pero
no se sabe si la cultura anglosajona le ha llegado sólo hasta la lencería de
seda sin arañarle la carne, y de ahí hacia dentro lleva todavía la impronta de
las monjas que le enseñaron a agitar monedas dentro de la cabeza de un chinito
el día del Domund. Sin duda, era una joven con inquietudes y su visión de las
cosas fue enseguida más allá de la niña ganadera que se columpia entre encinas
oyendo mugir a los toros. Esta mujer con aire de postulanta inglesa se licenció
en derecho en la Complutense, en 1974, y ese mismo año se casó con Fernando
Ramírez de Haro y Valdés, conde de Murillo, grande de España, agricultor de
profesión, según él mismo confiesa, cuyo handicap en el golf es inferior a
cinco, un nivel excelente, lo cual indica que el campo del club Puerta de Hierro
lo tiene más trabajado que cualquiera de sus fincas de Pozos de Hinojo,
provincia de Salamanca. La señorita Esperanza también es una golfista
extraordinaria, con un handicap parejo al de su marido, y eso no se consigue si
no te regalaron un juego de palos el día de la primera comunión.
Su trayectoria vital no deja de tener mérito. En Madrid, la
señorita Esperanza pudo haberse dedicado a flotar desde su céntrico palacete de
tres plantas hasta el aperitivo en Serrano, de la sesión de masaje al pase de
modelos, de la peluquería a la cena de gala, de las mañanas montando a caballo
en los sotos de esmeralda del Club de Campo a las tardes en los probadores de la
milla de oro en Ortega y Gasset, irradiando un perfume de violetas, con esa
seguridad que le concede a uno la vida cuando es la propia ignorancia dorada la
que da sentido a las cosas y al mismo tiempo te hace feliz. No obstante, dejando
a un lado este papel que le había reservado el destino, ahí la tienes echándole
coraje para mejorar el mundo, pese a que sabe muy bien que su mundo es
inmejorable. Cualquiera que la haya tratado de cerca reafirma su simpatía
natural, y en esto coinciden amigos y adversarios políticos. Esperanza Aguirre
ha tenido la gracia de fundar su personalidad en una mezcla de mujer fuerte y
talante desenvuelto, que le da patente para navegar cualquier mar de la
política, incluso el de la incultura, con una graciosa espontaneidad. Esperanza
Aguirre es la primera en reconocer sus propias lagunas y en aceptar las
críticas; de ellas también sale airosa, porque sus buenas maneras siempre
acababan por salvarla de su incompetencia.
Dispuesta a entrar en política, lo hizo de forma natural
saliendo por la puerta de su palacete, que daba directamente al Partido Liberal,
que era lo más parecido a un club inglés donde se admitía también a damas con
estilo, aunque la señorita Aguirre ya había desarrollado su talento conquistando
una plaza en las oposiciones de técnicos de Información y Turismo. En ese club
político, lleno de familias conocidas, desarrolló su encanto personal mientras
sorbía hasta los huesos su divisa: la suprema felicidad del Estado consiste en
privatizarlo todo y después desaparecer. Llevando esta cruz de oro a cuestas por
los gabinetes técnicos de las direcciones generales del Libro y de la
Cinematografía, batió sus primeras armas en el Ayuntamiento de Madrid, disuelta
ya su ideología en UCD, hasta desembocar en la bahía azul de Alianza Popular.
Comenzó a escalar concejalías y en todas ellas dejaba un rastro de perfume, pero
en la de Medio Ambiente fue donde el aura selecta que exhalaba esta mujer se
correspondía menos con los estercoleros de Madrid, los excrementos de perros que
jalonaban sus calles y la boina de monóxido de carbono con que se coronaba el
cielo de Velázquez. No obstante, ella despedía encanto en el despacho, y su
diseño de señorita bien con raíces ganaderas era un valor de la derecha distinto
a la manada de búfalos que habían irrumpido en la vida política. Allí donde no
llega la justicia, puede llegar la buena educación.
¿Estamos hablando de educación? El paso de esta dama por ese
ministerio fue una demostración de que se puede llevar una pequeña Atila debajo
del refajo adquirido en un exclusivo pase de modelos de Yves Saint-Laurent. Con
alegre desenvoltura convocó a todos los demonios a la hora de unificar a España
bajo los designios de Calderón de la Barca, cosa que puso en estado de rebelión
a todas las autonomías, que se negaron a que todos sus ríos caudalosos, incluso
los que arrastran las Humanidades, fueran afluentes del Manzanares. El
desbarajuste tuvo que arreglarlo Rajoy, y ella salió del ministerio con
dirección al Senado sin perder su encantadora ligereza.
Después se la vio, feliz e incólume, predicar la buena nueva
de la Escuela de Chicago por los barrios y ciudades más duros de la Comunidad de
Madrid. Su buena disposición la llevó a entrar en una zapatería del extrarradio
para adquirir unos zapatos sin talón algo rudos, a los que no están
acostumbrados sus alados pies, pero las cámaras que sorbieron este gesto
populista no captaron el momento estelar en que la señorita Esperanza se los
regalaba a su criada. No importa que le entregara una propaganda electoral al
conductor de su escolta en una acera perdida mientras los altavoces del Partido
Popular proclamaban que la dicha universal pasaba por Móstoles y Alcorcón. En
realidad, la revelación se produjo poco después.
Lo que caracteriza a Esperanza Aguirre es la transformación
que su persona ha sufrido cuando esta niña ganadera le ha acariciado el
rabo al dragón del Leviatán. Sus modelos de alta costura, el cinturón
ancho y la mochila de diseño con que esta misionera neoliberal se ha paseado por
los suburbios marginales no han cambiado, pero en su rostro se ha reflejado
aquella terrible verdad que Shakespeare hace explícita en uno de los personajes
de Macbeth: el poder se instala primero en el rictus violento de la boca. La
sorpresa ha sido contemplar a Esperanza Aguirre en su escaño de la Asamblea de
la Comunidad de Madrid, poseída por una pasión vulgar, muy cercana al rencor
político, a la hora de disputarse una sardina corrupta con los socialistas, que
no habían dejado el cubierto en el plato marcando las tres y cuarto. De pronto,
se ha visto a esta señorita sacar una garra de acero sin haberse hecho la
manicura, como una magnífica predadora de la especie felina. Se sabía que debajo
de un fino liberal emerge siempre un reaccionario maleducado cuando le tocan la
cartera. Una vez más, este principio se ha cumplido.
(*) Manuel Vicent. Publicado en El País.24.08.03
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